GOOGLE

domingo, 15 de febrero de 2009

Al Maestro con Cariño



Estoy corrigiendo los exámenes finales de mis alumnos y me topo con el examen de la alumna más atractiva del salón. Se trata de G. Una chica muy guapa que jamás pasa desapercibida en los pasillos de la Universidad. Siempre anda por ahí, con su sonrisa de propaganda, con esa vincha que le recoge el pelo dándole un gracioso aire adolescente que le hace perfecto contrapunto a su voluptuosa anatomía. Los pasillos, por lo general oscuros y manchados, se convierten en resplandecientes pasarelas cuando ella los atraviesa. No sé para qué diablos estudia Periodismo si le iría de maravillas siendo modelo. Yo cada vez que la veo me pongo muy mal: me sudan las manos, tartamudeo, se me traspapelan las separatas. Lo peor es cuando se me caen los libros, los plumones, y ella se agacha para ayudarme a recogerlos, mostrándome sin querer el escote asesino de sus polos de licra, un escote que atrae a mis ojos como a un suicida el vacío.

Debe ser por eso que ahora, mientras releo la prueba de G, no puedo ser muy objetivo que digamos. Sus respuestas son un desastre pero, justo cuando estoy a punto de ponerle una equis y redondear un cero, su rostro de actriz aparece en el cielo de mi habitación y desde allí, cómplice, me sonríe. Entonces me olvido de la ética, tiro al tacho la decencia, y mi alma inescrupulosa sale a relucir para calificarla con un mentiroso puntaje a favor. Merecería que la jale con concha, porque es medio bruta la pobre, pero no podría hacerle ese daño. Al menos yo no.

La única ventaja de reprobarla sería que la volvería a ver con seguridad el próximo ciclo, pero, si lo hago, ella me cogería un odio feroz y dejaría de saludarme con ese cariño que algunas mañanas parece algo más que solo cariño.
Me odiaría si la jalo. Más de una vez la he oído referirse de muy mala manera a profesores que cometieron el ‘delito’ de hacerla repetir algún curso, y, la verdad, nunca quisiera que mi nombre en sus labios esté precedido de tan horribles epítetos.

Es por eso que le pongo 15 cuando en realidad le he debido poner 10. Es por eso que me alzo de hombros y digo ya qué chucha, total, peores crímenes ha cometido la humanidad. Es por eso que me hago el de la vista gorda con esta flaca que está más rica que el pan francés recién salido del horno.

Lo sé: soy un asco. Si el resto de alumnos se enterara de estas preferencias, basadas todas ellas en mis puros delirios de soltero ansioso, promoverían con justicia mi expulsión y más temprano que tarde la rectora me pondría de patitas en la calle.

Sobre todo el pesado ese de Ignacio Mavila, un tipo muy burgués, muy gruñón y del tamaño de un ropero, que siempre está contradiciéndome en clase, haciendo gala de su efectista erudición de Wikipedia y dejándome como un mamerto desinformado frente al resto del salón. Ese patán sería, sin duda, el primero en acusarme. Yo, por si las moscas, para no levantar sospechas, jamás le devuelvo delante de los alumnos los puñales que tan arteramente me lanza pretendiendo dejarme en ridículo. Jamás. Que se haga el sabihondo, que presuma, que crea que con sus intervenciones culturosas me hace ver como un tonto. No importa. Mi venganza contra él ocurre en los exámenes, cuando hago papilla sus párrafos tan meticulosamente redactados. Es una venganza algo cabrona, sí, pero tremendamente efectiva.

Como ahora, por ejemplo, que estoy revisando su examen, lleno de respuestas muy prolijas y bien argumentadas, pero igual lo castigo con un puntaje mezquino. Ya puedo ver la cara de Ignacio cuando recoja la nota y se encuentre con un 12 ahí donde esperaba ver un 17. Me repaso la lengua por los labios con solo imaginar su expresión desconcertada. Y que ni se atreva a pedirme una rectificación oficial, porque ahí sí que descargo contra él toda mi ira académica.



Como no soy ningún tonto, me doy perfecta cuenta de que tanto Ignacio como algunos otros pastrulos hace rato han reparado en cómo babeo cuando G me interrumpe en medio de una clase para soltar una de sus tan simpáticas acotaciones. En realidad, nunca dice un carajo, pero para mí sus opiniones llevan tanta nobleza y sinceridad encima que las escucho con paciencia y las hago valer por un 20.
Los alumnos más anodinos y quejosos me miran con natural desprecio cuando ven cómo a G le concedo largos minutos para que se despache con sus apuntes cargados del más candoroso sentimentalismo, mientras que a ellos les corto abruptamente sus observaciones acuciosas.

Pero es que no me comprenden. Ya quisiera verlos a ellos de profesores, lidiando con ese lomazo fino, amagando a ese ejemplar de pura sangre, tratando de ganar concentración delante de ese par de piernas que se cruzan y se descruzan sin la menor consideración por el prójimo alicaído.

En el fondo, si me pongo una mano en el pecho, no me debería sentir tan mal. Todos los profesores hombres de la Universidad buscan lo mismo que yo. Corrección: casi todos. No incluyo aquí ni a los gays (que se fijan en los alumnos), ni a esos maestros de vocación genuina, que llevan dentro de sí el fuego vivo de la docencia magisterial, y que lo mismo podrían estar enseñando en esta universidad privada y renombrada que en una escuelita de adobe levantada en la última puna de Huancavelica. Lo harían con el mismo entusiasmo, el mismo tesón, la misma entrega. Yo no podría. Ni hablar. Si no imparto clases en una Universidad o Instituto que me garantice la interacción con mujeres, preferiría no tener que hacerlo. Que llamen a otro.

Fuera de esos especímenes, decía, todos los profesores varones abrazan el silencioso sueño de vivir una aventura con alguna alumna potable. Si no por qué creen que luego del primer día de clases los profesorcitos, sobre todo los más jóvenes, cada vez que se encuentran se preguntan entre sí: ¿oye, y qué tal tu salón ah? Y lo hacen enarcando las cejas, como para que quede bien claro que lo que les interesa saber no es precisamente el nivel de discusión y el espíritu participativo de los nuevos estudiantes, sino en qué tantos kilates está valorizada la flamante población femenina del salón luego del vistazo inicial. Eso es todo.

Ahora comprendo al Chato Herrera, mi profesor de Historia del Perú de quinto de media del Carmelitas, que arrastraba fama de enfermo, mañoso y carretón. Decían que el Chato vivía más preocupado en recorrer con los ojos las yucas de las chicas de la primera fila antes que en hacernos entender por qué coño perdimos la Guerra del Pacífico. Ahora te entiendo, Chatito, y discúlpame si alguna vez me sumé al grupo de chiquillos calzonudos que escribía en las paredes del baño: “Herrera es un arrecho”.



Además de las alumnas guapas que te dejan al borde del soponcio, las alumnas en general tienen un alto poder seductor. No es que uno quiera (solamente) abalanzarse sobre ellas por su juventud, lozanía y firmeza muscular. No, no, no. Yo diría que su encanto también descansa en su facilidad para inspirarte protección intelectual. Ante ellas eres hombre y eres guía. Conduces su pensamiento, interfieres en sus ideas, alteras su manera de ver el mundo. Las adoctrinas. Posees un saber que, cual si fuese un manjar exótico, despierta en ellas un apetito desbordado.

Y, sin embargo, por muy apetitosas que estén y por mucha ternura y lujuria que te susciten, no puedes acercarte a ellas con normalidad. Incluso fuera de los claustros, en un bar o una fiesta –cuando aparentemente están en condiciones similares, despojados de títulos y cargos– tu mirada se tiende nerviosamente sobre ellas, en nombre de la compostura. Ellas lo saben, saben que tienen la facultad de derretirte y mantenerte a raya. A algunas les gusta ese juego. Si no me creen, cómo explican esto que una vez oí cerca de un baño de mujeres en una Universidad:

–No puedo, huevona, me lo quiero chapar
–¿Estás loca?, ¡es profesor!
–Por eso, es demasiado morbo, ningún morbo puede competir contra ese

(…)

Con las alumnas de las universidades donde he enseñado siempre he tenido, felizmente, una relación horizontal (aunque en algunos casos no fue todo lo horizontal que me hubiera gustado). Sospecho que la empatía se produce porque me reconocen como uno más de su generación. Es decir que debajo del maniquí que suelo presentar en clases (camisita, barbita, maletincito, saquito) ellas pueden ver, con sus rayos (triple) equis, al inmaduro manganzón que en el fondo soy. Desenmascaran al personaje impostor y, si les caigo bien, me acogen con afecto.

Recuerdo que una de las primeras veces que dicté fue un sábado por la mañana. Era la clase de apertura del ciclo y no podía llegar tarde. El problema fue que la noche anterior había sido la despedida de soltero de uno de mis mejores amigos, cuya organización había recaído en mis manos desde semanas atrás. Nos pegamos una gran borrachera y acabamos la juerga en una discoteca, donde al ingresar nos sellaron las muñecas como si fuéramos vacas (sagradas) rumbo al matadero.

Aún no sé cómo conseguí levantarme a la mañana siguiente, pero recuerdo que —tras un duchazo ejecutivo— llegué a clases a tiempo. En el camino me peiné y me zampé tres cafés de máquina para contrarrestar los síntomas de la resaca. Según yo, supe disimular con creces los excesos de la noche previa, logrando así ganarme el inmediato respeto de los estudiantes.

Qué equivocado estaba. Al final del ciclo, en una de esas chupetas de confraternidad que siempre se organizan para afianzar las relaciones académicas, una alumna —vaso en mano, mirada torva— me reveló la dolorosa verdad que se me había escamoteado a lo largo de tantos meses:

—Renato, tengo que decirte algo en nombre de todos

—¿Qué cosa?, pregunté yo sonriendo, pensando que la chica se disponía a disparar los más encumbrados elogios por mi excelente performance y mi despliegue de técnicas al momento de impartir el curso.

—Franco, franco, a ti te perdimos el respeto desde la primera clase

Me quedé en una pieza.

—¿Quéeee? ¿Cómo así? ¿Por qué?, repliqué, azorado por tan horrible confesión

—Porque esa mañana de sábado llegaste al salón todo bacán, con tu camisa de manga larga y tu cara de serio, pero te fuiste cayendo a pedacitos. De arranque vimos que traías los ojos recontra rojos y chinos, y todos pensamos “es un juerguero”. Después, nos saludaste muy pomposamente y te olimos el turrón a vino barato. “Juerguero y borracho”, concluimos. Y, para remate, te acercaste a escribir algo en la pizarra, la manga de la camisa se te descorrió y todos pudimos ver el sello de discoteca que te habían puesto la noche anterior, y que no te habías molestado en lavar. Ahí ya fue demasiado. Inmediatamente dijimos: “Juerguero, borracho y, encima, cochino”.

Los ciclos siguientes, después de aquella terrorífica experiencia, decidí mantener un perfil más serio, fracasando ruidosamente en ese intento.

Creo que los alumnos (y quizá más las alumnas) nunca me han podido ver como un profesor hecho y derecho, sino más bien como un patita medio jovial que, circunstancialmente, hace las veces de profesor. Me he esforzado por revertir esa imagen de títere avejentado, pero no lo he conseguido.
Y supongo que el hecho de administrar este blog tan abiertamente indiscreto, en lugar de producir en ellos un cierto afecto periodístico, les confirma lo que ya venían sospechando: que soy un tontorrón.



Aún así, a pesar de mi fama de monsefú, algunas universitarias han saltado con decisión la valla que las separaba de mí, dispuestas a mimarme un rato. Pienso, por ejemplo, en esa señorita muy maquillada que una mañana, un tanto descompuesta, me pidió que la ayudara a pasar el curso a como diera lugar. Me negué sin convicción, dispuesto quizá a oír sus propuestas. La subestimé por completo. Nunca creí que sería capaz de ponerme una mano en la rodilla antes de enfatizarme que ella podría encontrar la manera de retribuirme el favor.

“Usted dígame qué hacer y yo lo hago, profe, en serio, lo que sea”. Creo que nunca transpiré tanto como ese día. Al final la jalé y zanjé el drama. Sin embargo hoy, durante algunas noches solitarias, recuerdo el maquillaje escarchado de esa señorita de pechos importantes, y me recrimino a mí mismo por no haber accedido, un ratito aunque sea, a sus oscuros ofrecimientos.

Otra alumna que me puso al borde de la neurosis en mis primeros años como profesor fue la sensual DM. Un día, después de negarme en repetidas ocasiones, le di mi correo electrónico para que me enviara un trabajo que no había podido presentar en clase. Insistió tanto que acabé cediendo. Para qué lo hice. La niña no solo me escribió al correo, sino que me agregó al Messenger y más de una vez me arrastró a las conversaciones más cachondas que se puedan imaginar, provocándome ataques de pánico sexual. Después de la última charla que recuerdo –en donde ella me hablaba con lujo de detalles de lo mucho que disfrutaba el sexo tántrico y los masajes eróticos– quedé curado. Ni más doy mi correo.

A la que recuerdo con más afecto es a IF, con quien tenía una muy buena química dentro y fuera de la clase. Una noche, ya bien cerca del final de curso, salimos a pasear y acabamos dándonos un beso largo en mi auto. Le di el beso con algo de remordimiento, puesto que en ese momento yo ya sabía cuáles eran los promedios de los alumnos y el de ella era completamente desaprobatorio. No me atreví a decírselo ahí. No sé si no tuve los cojones para hacerlo o simplemente me negué a malograr el pródigo intercambio de caricias y saliva. No le dije nada y preferí que se enterara días después, por la computadora, como los demás.

Después de besarnos en medio de una playa de estacionamiento, ella me preguntó:

—¿Me jalas?

—Sí, le contesté, en lo que significó un juego de palabras de lo más irónico. Esa noche la jalé en mi carro. Dos días después se daría cuenta de que también la había jalado en mi curso.

Pero ya basta de flashbacks. He corregido todos los exámenes de mis alumnos y me he quedado pensando en G. Espero encontrármela en la playa este verano. Quizá se ponga contenta de verme y, con el recuerdo fresco de la increíble buena nota que le acabo de colocar, por ahí hasta acepta que le invite un trago. Podríamos bailar, podríamos darnos unos besos furtivos en los matorrales y, con suerte, podría darle una clase intensiva de mis temas favoritos: “nuevas inflexiones lingüísticas”, “el idioma del cuerpo” o “penetración hipertextual”. Ustedes entienden.

Qué lindo que es ser profesor, caracho. Ya quiero que empiece el nuevo ciclo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario