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domingo, 15 de febrero de 2009

Cuando los Hermanos se encuentran




Cuando Valeria terminó conmigo me dijo que quería estar sola. Yo entonces era bastante bobo y le creí. Tenía 21 años y no sabía lo que ahora ya sé: que ninguna mujer quiere estar sola, y que cuando alguna te da ese pretexto lo que en realidad quiere decirte es que no quiere estar contigo. Así de claro. Usan la soledad como excusa, pero todas (o casi todas) tienen sueños acerca de tener una familia, y eso solo se consigue con por lo menos un hombre al costado.

Creí que Valeria necesitaba, como ella argüía, pasar más tiempo con sus amigos de la Universidad Agraria, unos personajillos un tanto sucios e indeseables que estudiaban entre la maleza y que podían pasarse días sin peinarse las greñas ni cambiarse la ropa interior. Decidí darle su espacio, actuar con madurez, apostar por la apertura mental y la confianza, amparado ciegamente en un estúpido dicho popular que decía algo así como “déjala ir: si fue tuya, regresará; si no regresa, es porque nunca lo fue”.

Aunque Valeria tuviera algunas dudas y vacilaciones sentimentales propias de sus 18 años, yo sabía que éramos el uno para el otro. Sabía que era mía, que regresaría conmigo más temprano que tarde.

Mis amigos me recomendaban que tuviera cuidado, que a lo mejor había algún pretendiente rondándola con serrucho en mano. Esas alertas, por supuesto, me entraban por un oído y salían por el otro. Mi problema con Valeria solo era de comunicación. Estaba clarísimo. Así que no había terceros personajes por los cuales angustiarse.

Además, en su entorno estudiantil –pensaba– difícilmente aparecería un sujetillo que me hiciese la competencia. No es que me computara guapo ni mucho menos, pero no creía que Valeria pudiera prescindir de mí para iniciar un romance con un tipo que llevara el pelo duro, chancletas y un intrínseco olor a sobaco.

Estaba convencido de que dándole algunas semanas de “aire” ella automáticamente me buscaría. Era un asunto de sentido común, de lógica elemental: debía soltarla, dejar que respire, que corra libre por los sinuosos prados de la soltería, que mire a otro, que me extrañe, y luego esperar a que vuelva solita, tierna, culposa.

Confiaba en que sería cosa de dos semanas. Tres, a lo mucho.

Lastimosamente, pasaron las tres semanas y nada. Ni una sola llamada de su parte que me hiciera saber cómo estaba, en qué andaba, cómo se sentía con esta absurda separación que no tenía ni pies ni cabeza. Yo, en cambio, tenía que morderme las manos, atarlas, golpearlas, maniatarlas para que no cobraran vida y se deslizaran, desobedientes, hasta donde estaba el teléfono. Recuerdo que esos fueron días muy largos, que no terminaban nunca.

Una noche, de puro nostálgico (aunque también de puro necio y vehemente), me aparecí en su casa. Pensaba que quizás ella necesitaba una señal, un gesto, algo que la hiciera reaccionar de su hipnosis para que tomásemos de nuevo el interrumpido hilo de nuestro amorío, un amorío que, con sus altas y bajas, nos hacía felices (o al menos eso quería creer).

Toqué el timbre y a los pocos segundos la música de su voz se escuchó a través del intercomunicador

–Hola, ¿sí?
–Vale, hola, soy yo, Renato
–¿Renato? Ah, hola, qué haces aquí

(Digamos que su saludo no fue todo lo caluroso que yo esperaba, pero atribuí su sequedad a la sorpresa que significaba tenerme ahí, aparecido en su puerta de improviso. Sin duda, la había cogido fría)

–Nada, pasaba por aquí y pensé que sería buena idea visitarte, conversar, no sé, nada en especial.
–Sí, bueno, me gustaría, pero… es que tengo visita
–Pero es solo un ratito. En verdad, me gustaría verte
–Es que no sé si te vayas a sentir muy cómodo, Renato…
–Contigo siempre me siento cómodo, Vale
–Bueno, ya pues, si quieres pasa…

Cuando ella dijo que tenía “visita” inmediatamente pensé que se refería a sus amigos de la universidad, esos ebrios cochinones con los que quería pasar más tiempo y que habían sido –indirectamente– los causantes de nuestra abrupta separación (que para mí era apenas un ‘break’). Los imaginé a todos tirados en la sala, mugrosos, tomando cerveza barata y comiendo grotescos puñados de canchita o, peor, llenándose la boca con boliquesos y trigo atómico.

Subí las escaleras del edificio alisándome el pelo, soplando para revisar mi aliento, olfateando discretamente mis axilas. Sus amigos olían mal, pero yo no estaba dispuesto a confundirme con su hediondez. Tenía que entrar y dejar en claro que, pese a mi condición de recio practicante de periodismo, era un pequeño y perfumado príncipe al lado de esos marranos.

La puerta del departamento se abrió mecánicamente y entré en cámara lenta. Después de casi un mes de no ver a Valeria, me sentí nuevamente como en casa. Reconocí el aire familiar del hall principal; el fétido olor del perro chusco confundiéndose con el de las frituras de la cocina; las vocecillas susurrantes de los papás y los hermanos entre los cuartos y el baño. “Ah, nada como regresar al hogar”, pensé en silencio, mientras recorría con la mirada los cuadros, las ventanas, los adornos que tantas veces había visto. Di algunos pasos más y ya me alistaba para hacer mi ingreso triunfal a la sala, en donde seguramente estarían Valeria con sus amigotes.

Me percaté de que de la sala no provenía ningún ruido de grupo. Qué raro, pensé. Supuse que estarían callados, jugando cartas o algo así.

Estaba entrando, dispuesto a saludar a tutilimundi con mi mejor sonrisa, pero ahí nomás tuve que parar en seco. Lo que vi hizo que me quedara en una pieza. Estático. Parecía un muñeco mecánico al que se le acababan de agotar las pilas. Un robot repentinamente desenchufado. Un conejito Duracell sin baterías.

El cuadro con el que me topé no tenía nada que ver con el gentío cerril que yo imaginaba. Ahí no había ninguna manchita de sudorosos muchachitos de la Agraria, ni cejijuntas compañeritas de clase. Lo único que había en esa sala (extrañamente iluminada a media luz) era un personaje cuya presencia me costó unos segundos descifrar.

Se trataba de un chico mayor, de unos 29 años, afeitado, con lentes, que tenía todo el aspecto de un yuppie millonario recién salido de la oficina: la corbata italiana desajustada, la camisa que, remangada, dejaba ver un reloj pulsera muy fino; la cara chaposa, los ojos verdes, el pelo rubio.
A su lado, con mi vieja mochila de universitario, con mi barbita hirsuta a medio crecer, con mi chaleco de reporterito de Deportes, yo era un pelafustán, un pelagatos, un muerto de hambre.

Saludé fríamente al sujeto de marras y, más por nervios que porque alguien me lo hubiera ofrecido, procedí a tomar asiento. Valeria, acomodada al lado del yuppie, me miraba con cierta mezcla de cariño y compasión, como diciéndome “te advertí que no te ibas a sentir cómodo”.

Fue horrible. A pesar de que ella y yo estábamos sentados a menos de medio metro, yo sentía que estábamos a kilómetros, a océanos, a desiertos de distancia. Sentía que entre los dos había, no una fina película de hielo, sino todo un iceberg. Me dolía pensar que hacía un mes nomás todavía era mi novia: la chica pecosa a la que le había dedicado mis más inspirados poemas durante los últimos dos años y medio; ahora, sin embargo, era una mujer ajena, casi desconocida, flanqueada por un pretendiente –adulto, solvente, manolarga–, y por mí, su ex, un niño pobretón y posesivo que era incapaz de darle el aire que ella reclamaba.

Por alguna razón me resultaba imposible mirar al tipejo: tenía las pupilas suplicantes clavadas en los ojos de Valeria. Me dediqué a hablar con ella de boberías y antes de que pasaran veinte minutos ya me estaba poniendo de pie para retirarme. Me despedí diplomáticamente y desaparecí, turulato y sigiloso.

Cuando pisé la calle comprendí que había sido una incursión fatal. Me sentí como un comando que había fallado estrepitosamente en su misión suicida. Me sentí como un Rambo que no rescata a nadie, y que retorna del bosque a su base espantado, lloroso.
Si creí que al visitarla le removería los conchos y avivaría el flojo fuego de un sentimiento que –según yo– aún no se extinguía, pues lo único que conseguí fue hacer una ridícula pantomima.

(…)

Varios, pero varios meses más tarde me enteraría de que aquel yuppie se llamaba JC, y que había resultado ser un tipo confiable, caballeroso y atento. Valeria salió con él durante algunos meses antes de casarse con el chico que hoy es su esposo (creo que huelga precisar que nunca más regresó conmigo).

El hecho puntual es que en los últimos tres o cuatro años, en distintas oportunidades (reuniones, bares, discotecas, juergas), me he cruzado repetidas veces con JC. En realidad, eso no tiene nada de raro. Los dos andamos en los treintas (él ya pisando los 40), los dos seguimos solteros, y los dos tenemos algunos conocidos en común. Es casi natural que concurramos a los mismos lugares; Lima –que es un pañuelo– permite esas coincidencias.

Las primeras veces que me lo cruzaba ni lo miraba. Me hacía el que no lo veía. Me bastaba con recordar cuánto llegué a odiarlo aquella noche en que lo pesqué en la sala de Valeria para renovar mi odio y murmurar desde lejos los peores insultos contra él. “No le hagas caso, huevón”, me decían mis patas, y yo tenía que meterme un seco de cerveza para aplacar mis ganas de ir y aplicarle sendos y furiosos puntapiés en las canillas.

En esas primeras ocasiones, además, Valeria aún era un recuerdo fresco y doloroso para mí, y cualquier cosa que activara mi melancolía por ella merecía mi desprecio fugaz. Y sin dudas JC lo activaba vívidamente. El solo hecho de verlo me producía un escozor en la memoria, una picazón en el orgullo, un sarpullido en el corazón.

Pasó mucho, mucho tiempo y una noche, no recuerdo dónde, nos volvimos a cruzar. Esta vez no pude amagarlo. Nos presentaron formalmente y, al cabo de unos minutos de cháchara, fue inevitable no referirnos a Valeria. Para ese entonces, ella ya estaba casada, ya los dos habíamos asimilado la noticia de su matrimonio, y por eso no fue extraño que incluso choquemos un par de veces nuestras botellitas en nombre de ella. Lo peor de todo es que esa noche JC me cayó bien.

Curiosamente, en cada nuevo encuentro casual, confirmaba que JC era, efectivamente, un muy buen tipo. Conversábamos, nos reíamos, exponíamos teorías respecto de las relaciones sentimentales, y nos enfrascábamos en fragorosas polémicas tratando de defender nuestros puntos de vista. Pero lo que más me sacaba de cuadro era oírlo hablar de Valeria. Escucharlo me producía unos celos tiernos, porque me daba cuenta de cuán enamorado estuvo de ella (quizá hasta más enamorado que yo, aunque eso, claro, es muy difícil de determinar). Es gracioso porque hasta hoy, cuando recordamos a Valeria, cada uno trata silenciosamente de probar cuánto la quiso, y todo resulta muy absurdo, si consideramos que ella ya está casada, que es mamá y que tiene más de un pie puesto en esa supuesta felicidad que tanto persiguen las mujeres.

Ahora me hace gracia pensar en lo muy patas que JC y yo nos hemos vuelto. Él lee este blog con frecuencia y se ha declarado hincha acérrimo del Club del Paréntesis, ese extraño y numeroso clan de solteros empedernidos, que le huyen al compromiso, pero que al mismo tiempo no pierden la esperanza de encontrar al amor de sus vidas.

El fin de semana pasado me lo volví a encontrar en el boulevard de Asia. Lo saludé, me invitó a acomodarme entre su grupo de amigos, y me invitó un whisky costoso. Y ahí estábamos los dos una vez más, encauzándonos en las mismas divertidas conversaciones, hablando de chicas, de por qué estábamos solos, mencionando a Valeria de tanto en tanto, brindando porque así es la vida, hermano, y hay que disfrutarla con lo que te trae y con lo que te quita. Salud, viejo, salud JC, por ellas, para variar.

Ya de madrugada nos volvimos a cruzar en una discoteca y, justo cuando el sol se desperezaba, nos tomaron esta foto que quedará inmortalizada. Aquí estamos los dos: macerados, contentos, fastidiándonos.


(…)

Es muy raro todo esto. Es raro que dos hombres cristalicen una amistad, cuyo punto de origen fue una persona que en el pasado los enfrentó. Éramos enemigos y ahora somos ‘aliados’. Es como si en el fondo Valeria se hubiera cruzado en nuestras vidas (la mía, la de JC) para que nosotros podamos ser amigos.
Tal vez el día de mañana, si él me salva la vida, o yo se la salvo a él, todo adquiera un sentido más dinástico, pero por ahora esta simpatía y sincera cordialidad entre ambos me parece anecdótica y extraña. Valeria –nuestra chica en común– ahora es un fantasma que se sienta invisiblemente a nuestro costado cada vez que nos encontramos y nos ponemos a conversar. Ella está allí, bajo la forma de una lámpara, una silla, una mesa, o lo que sea. Su presencia se siente, se huele, se percibe.

(…)

El machismo más recalcitrante (que es el más divertido) tiene una denominación muy vulgar para aquellos chicos que, en distintas épocas, han tenido una relación (larga o episódica) con la misma mujer, y que necesariamente incluya alguna experiencia sexual. “Hermanos de Leche”, les dicen. Pero esa es apenas una definición epidérmica, burlona, ordinaria.

Si uno analiza el asunto, encuentra un escenario más complejo y chocante: dos chicos que cruzan apretones y abrazos, empleando dedos y extremidades que antaño recorrieron una misma piel; que hablan con bocas que años atrás besaron furiosamente un mismo par de labios; que se miran amistosamente con ojos que alguna vez titilaron ante la misma mirada irresistible; y que se sinceran con el corazón en la mano, ese corazón que en el pasado latió –y se hizo trizas– ante la misma mujer (o mejor dicho, ante una mujer que tiene el mismo nombre y apellido, pero que no es la misma. Porque cuando uno la quiso, ella era una; y cuando el otro la adoró; ya era otra).

(…)

Al escribir este post sobre JC en realidad estoy escribiendo parte de la historia de toda esa enorme hermandad de chicos y chicas, cuyos gustos y sentimientos coincidieron en algún momento de sus vidas al enfocarse sobre una misma persona.

No sé si les pasó a ustedes, pero los que han vivido una experiencia parecida coincidirán conmigo en esta certeza: mantener la amistad de un hombre que quiso y amó a la misma mujer que tú es solo una manera inconsciente, disimulada, distraída, de seguir queriéndola y amándola. La amistad con él, en el fondo, es el último vestigio que te queda del amor que esa chica alguna vez despertó en ti.

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